Había
olvidado que ni la distancia ni el tiempo hacen el olvido. Lo había olvidado,
al igual que creí haber olvidado tu nombre, tu cara, tus ojos, tu voz… Pero no
había olvidado ningún detalle.
Llevaba
toda la noche con una sensación rara, como sabiendo que algo iba a pasar. Y
pasó, claro que pasó.
Eran
las dos y media, y el alcohol, el calor de las hogueras y el cansancio estaban
empezando a hacer mella en mi. Por un momento giré la cabeza y allí estaba de él.
Después de tres años, seguía igual que siempre. Con aquellos rizos trigueños,
aquella sonrisa tímida, y aquellos ojos azules que tanto echaba de menos. Mis
labios formaron su nombre, pero de mi boca no salió ningún sonido. Agaché la
cabeza para que no me viera, pero alguien a mi lado le llamó. Dio medio vuelta y
me miró. Pero aquel no era el reencuentro que yo esperaba.
Ni
un hola, ni un abrazo, ni un “cuanto tiempo”. Nada. Sólo indiferencia,
recuerdos, ninguna señal de que se acordase ni de cómo me llamaba. Y una vez más,
después de tres años, y de prometerme a mi misma que no volvería a hacerlo, oí
como mi corazón se volvía a romper en mil pedazos, como aquella barrera que yo
había creido construir se derrumbaba, y como, una vez más, lo único que quería
era que me volviese a mirar a los ojos y a dedicarme una de sus sonrisas.
Pero
no fue así, sólo se quedó allí plantado, hablando como si yo fuera un simple
objeto decorativo, una persona más, a la que el no conocía. Invisible para él,
como siempre lo había sido.
Y
así me quedé, escuchando su voz en silencio, sin atreverme a levantar la
mirada, sin atreverme a enfrentarme a él, sin tener la valentía de, después de
tanto tiempo, ser capaz de olvidarle.