Cada vez que escuchaba esa canción las lágrimas inundaban mis ojos. Aquella canción que me arañaba el corazón, que me ponía los pelos de punta y que tantas veces habíamos escuchado, uno al lado del otro, dejándonos invadir por la letra y pensando que ocurriría. Cada vez que cerraba los ojos podía verle a mi lado, tan guapo como la primera vez que le conocí, haciendo que mis mejillas se tornasen rosas por la vergüenza, haciendo que mi corazón latiese a mil por hora, haciéndome sentir tan especial. Podía recordar todos los lunares de su cara, el número y el lugar exacto donde se encontraban. Sentía sus ojos mirándome, brillando como cuando uno está perdidamente enamorado. Incluso recordaba como pronunciaba mi nombre, con ese desparpajo y la gravedad de su voz. Era el sonido más bonito del mundo. Y tenía aquel perfume grabado en mi mente, como cuando se sentaba a mi lado, se apoyaba sobre mi, y aquel olor me embargaba y me hacía pensar en él.
Cada vez que escuchaba aquella canción notaba un pinchazo en el estómago: el sentimiento de saber que, probablemente, nunca le volvería a ver.